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Cuando la masturbación desafía al poder: género, moral sexual y control

En muchas sociedades occidentales, la masturbación femenina se ha convertido en un signo de autonomía y control sobre la propia sexualidad


La imagen de una mujer que se da placer a sí misma encaja, cada vez más, con narrativas de empoderamiento y libertad sexual. Sin embargo, esa aparente conquista convive con un marco cultural donde el cuerpo femenino sigue siendo vigilado y regulado. El mismo gesto que se celebra como emancipador puede ser, simultáneamente, objeto de sospecha y escrutinio moral. El poder no desaparece: simplemente se reconfigura en nuevas formas de evaluar quién puede tocarse, cómo y con qué significado.

La evidencia empírica citada en el hilo original sugiere que, a igualdad de condiciones, una mujer que se masturba tiende a ser evaluada de manera más positiva que un hombre que realiza la misma práctica. Esta diferencia no es trivial: muestra cómo las expectativas de género moldean las lecturas morales de los cuerpos. Mientras la autoestimulación de ellas puede asociarse a autoconocimiento y autoafirmación, la de ellos se vincula con falta de control, inmadurez o insuficiencia afectiva. Se juzga el mismo acto, pero bajo dos gramáticas morales distintas. La doble moral sexual se filtra en los gestos más íntimos.

En el caso de los hombres, la masturbación masculina suele leerse como un síntoma de que su pareja no satisface sus necesidades sexuales. El foco del juicio se desplaza, entonces, hacia la relación: lo que está bajo sospecha no es solo el varón que se masturba, sino la supuesta “falla” de la mujer que no colma sus deseos. Esa lectura refuerza un modelo en el que la sexualidad masculina se considera una especie de urgencia biológica que la pareja debe administrar. El resultado es una política íntima donde el cuerpo de la mujer se concibe como dispositivo de servicio, más que como territorio propio de placer.

La masturbación femenina, en cambio, puede interpretarse por algunos hombres como una amenaza a su singularidad sexual. Si ella puede procurarse placer sin él, se resquebraja la idea de que el varón es la fuente exclusiva o privilegiada de satisfacción. No es casual que, en ciertos discursos, esta práctica se asocie con “egoísmo” o “exceso de independencia”. Lo que está en juego no es solo un acto físico, sino el reparto simbólico de poder dentro de la relación. La posibilidad de que una mujer explore su deseo por fuera del guion masculino cuestiona, en silencio, el monopolio del placer masculino sobre la escena sexual.

Esta tensión muestra cómo las motivaciones de dominación operan en las evaluaciones cotidianas. El mismo comportamiento —masturbarse— es leído como déficit cuando lo ejerce el hombre y como desafío cuando lo ejerce la mujer. En ambos casos, el juicio social funciona como un dispositivo de control. A ellos se les penaliza por salirse de la expectativa de pareja totalmente centrada en su satisfacción; a ellas se les observa con recelo cuando se colocan como protagonistas de su propio goce. La doble moral sexual no solo regula lo permisible, sino que asigna jerarquías de valor a cada cuerpo y a cada gesto.

Desde una perspectiva psicosocial, estas evaluaciones terminan por instalarse en la subjetividad. Mujeres que interiorizan culpa o vergüenza por el temor a ser vistas como “demasiado autónomas” o “insatisfechas”. Hombres que sienten que su autoerotismo los vuelve “defectuosos” o que traiciona un ideal de virilidad permanentemente demandante. El lenguaje —chistes, comentarios, silencios incómodos— se convierte en un vehículo de disciplinamiento emocional. La comunicación cotidiana no solo describe la realidad sexual, también la fabrica, profundizando inseguridades, ansiedades y roles rígidos.

En este contexto, el debate cultural sobre la masturbación no es un asunto menor ni anecdótico. Es un campo donde se disputa la política del cuerpo y del deseo, donde la comunicación, los discursos públicos y las narrativas mediáticas pueden reproducir o cuestionar los marcos de dominación. Hablar de masturbación femenina y masculina implica interrogar quién tiene derecho al placer, en qué condiciones y bajo qué relato. Lo íntimo se vuelve político cuando revela las asimetrías de género que organizan nuestras formas de amar, desear y juzgar.

Repensar estas prácticas desde una ética de la igualdad y el consentimiento supone desmontar la idea de que el placer de unos depende de la subordinación de otras. Supone también aceptar que la autonomía sexual —para mujeres y hombres— es incompatible con una moral que premia la dominación y penaliza la vulnerabilidad. La comunicación tiene aquí un papel central: nombrar, problematizar y abrir conversación es una forma de redistribuir poder simbólico. Lo que se juega en esa conversación no es solo cómo nos tocamos, sino cómo queremos convivir en términos de justicia afectiva y sexual.

Fuente: Hilo de X del usuario @degenrolf, sobre evidencia empírica en doble moral sexual (2025).

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