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Cuando ser “buena persona” se vuelve un juego de prestigio moral

La intuición habitual dice que las buenas personas son quienes menos dañan a los demás. Sin embargo, la reflexión de Rob Sica introduce una incomodidad necesaria: si ser “buena” persona significa, ante todo, estar fuertemente incentivado por la aprobación moral del grupo, entonces esa virtud puede volverse peligrosa. 

Cuando el principal objetivo es ganar el juego de la virtud, la brújula deja de ser el cuidado concreto de las personas y pasa a ser la ovación del público moral. En ese desplazamiento, la ética se transforma en espectáculo.

La idea es contraintuitiva pero incisiva: quienes están más motivados por mostrar que son moralmente ejemplares pueden tener más probabilidades de dañar a otros cuando ese daño es premiado socialmente. Si un ataque, una humillación o una exclusión son leídos por el entorno como “justos”, “correctivos” o “merecidos”, la persona obsesionada con su prestigio moral tendrá un fuerte incentivo para ejecutarlos. No agrede a pesar de considerarse buena, sino precisamente porque esa agresión le permite acumular capital simbólico de virtud ante los ojos de los demás.

Desde una clave psicosocial, esto revela hasta qué punto el comportamiento moral está atravesado por dinámicas de pertenencia, miedo al rechazo y búsqueda de status. La aprobación moral funciona como recompensa afectiva: pertenecer al bando “correcto”, ser visto como ejemplo, sentir que se está del lado de los “buenos”. En contextos donde la indignación contra un tercero es la vía rápida para obtener ese reconocimiento, el daño se vuelve un medio legítimo. No se agrede por sadismo, sino por lealtad a un código moral compartido y celebrado.

La dimensión comunicativa de este fenómeno se amplifica en redes sociales. Likes, compartidos y comentarios elogiosos actúan como un marcador público de virtud, una suerte de medidor de rectitud. La exposición de un “culpable”, el señalamiento irónico o el linchamiento simbólico pueden generar una ola de aprobación que refuerza la conducta. La arquitectura de las plataformas convierte el discurso moral en un juego competitivo, donde la frase más lapidaria, la condena más tajante o la postura más inflexible suelen concentrar mayor visibilidad. La prudencia ética queda en desventaja frente a la teatralidad moral.

En el plano político, esta lógica no es nueva: los regímenes autoritarios y los movimientos fanáticos han explotado históricamente el deseo de aprobación moral para legitimar persecuciones, censuras y exclusiones. La figura de la “buena ciudadana” o del “buen patriota” se ha utilizado para exigir pruebas visibles de virtud: denunciar, delatar, sumarse al coro de condena. Quien duda, matiza o pide contexto corre el riesgo de ser visto como cómplice. Aquí, poder y moral se fusionan en un dispositivo que castiga la complejidad y premia la obediencia moralmente ruidosa.

La reflexión de Rob Sica invita a diferenciar entre una ética del prestigio y una ética del cuidado. La primera se orienta a la mirada de los otros: lo esencial es parecer justo, parecer compasivo, parecer comprometido. La segunda se orienta a las consecuencias reales sobre las personas implicadas: reducir el daño, escuchar matices, reconocer zonas grises. Ambas pueden usar un lenguaje similar —hablar de justicia, dignidad o derechos—, pero se distinguen por el lugar que otorgan al otro concreto frente al aplauso abstracto del público.

En términos de debate público, esto obliga a preguntarse qué tipo de conversación estamos promoviendo. Una esfera donde la reputación moral se construye castigando al otro se vuelve rápidamente tóxica, incluso cuando los fines declarados son nobles. Por el contrario, una cultura del desacuerdo que privilegie la responsabilidad sobre el lucimiento requerirá formas de comunicación menos efectistas: admitir incertidumbres, reconocer errores, evitar simplificaciones que conviertan a las personas en meros símbolos de lo que condenamos o defendemos.

Tal vez la verdadera prueba de carácter no sea cuánto reconocimiento moral obtenemos, sino cuánto daño estamos dispuestos a no infligir, incluso cuando hacerlo nos daría prestigio. En un tiempo donde la virtud se mide en métricas y aplausos, la apuesta ética pasa por resistir la tentación de convertir al otro en moneda para comprar aprobación. Cuidar el lenguaje, revisar nuestras motivaciones y recordar que no hay justicia sin responsabilidad afectiva puede ser un primer paso para que el poder del discurso moral no se convierta en un arma disfrazada de bondad.

Fuente: Cuenta @robsica en X, reflexión sobre virtud, aprobación moral y daño (2025).

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