La frase “la existencia del sexo es difícil de explicar” no solo abre un debate biológico, también cuestiona las historias que contamos sobre nuestros cuerpos y su destino.
Desde la lógica evolutiva, el sexo parece una mala inversión: los machos no pueden reproducirse por su cuenta y, en muchas especies, apenas aportan algo más que sus genes a la descendencia. Una población de hembras asexuales podría crecer aproximadamente el doble de rápido que una población sexual comparable, sin el “peso muerto” de los machos. Esta paradoja tensiona el imaginario cultural que presenta al sexo como algo obvio, natural e inevitable.
El llamado “coste de los machos” obliga a replantear la narrativa clásica de la reproducción. Si una estrategia asexual permitiría una expansión más rápida, ¿por qué la mayoría de plantas y animales insisten en el sexo? La respuesta no se agota en la biología: lo que la ciencia descubre también reescribe el relato social sobre el deseo, la pareja y la diferencia sexual. La idea de que la reproducción sexual es una especie de “lujo evolutivo” rompe con discursos que la sacralizan como único camino legítimo. De pronto, la naturaleza no respalda tanto nuestras moralidades como pensábamos.
La explicación más sólida apunta a que el sexo acelera la evolución. Al mezclar genes de dos progenitores, la reproducción sexual genera combinaciones nuevas en cada generación y, con ello, más variación sobre la cual puede actuar la selección natural. La hipótesis de la Reina Roja resume esta dinámica: en un mundo plagado de parásitos, virus y depredadores que se adaptan continuamente, las especies necesitan “correr” todo el tiempo solo para no quedarse atrás. El sexo sería la cinta de correr genética que permite seguir en la carrera.
En este escenario, la sexualidad deja de ser un simple mecanismo de placer o reproducción y se convierte en una tecnología evolutiva de defensa colectiva. Cada cruce sexual produce combinaciones genéticas que hacen un poco más difícil a los parásitos especializarse en un solo tipo de huésped. Lo que en la cultura solemos contar como historias de amor, romance o pecado, en términos biológicos es también una estrategia de supervivencia ante amenazas invisibles. La intimidad se inscribe así en una guerra silenciosa donde la vulnerabilidad del cuerpo es central.
La forma en que comunicamos estos hallazgos no es neutra. Un mismo dato —el coste de los machos, la necesidad de variabilidad genética— puede usarse para reforzar estereotipos (“la naturaleza quiso que hombres y mujeres…”) o para desarmar esencialismos. En el campo del debate público, la biología ha sido invocada muchas veces para justificar jerarquías de género, roles rígidos o políticas regresivas sobre la sexualidad. La ciencia, sin embargo, muestra un panorama mucho más inestable, donde lo “natural” es precisamente el cambio, la mezcla y la adaptación continua.
Por eso el discurso sobre la evolución del sexo es también un discurso de poder. Quien consigue fijar el relato sobre “lo que somos por naturaleza” gana ventaja en la disputa política: puede presentar sus valores como inevitables y los de otros como desviaciones. Frente a esa tentación, hilos de divulgación científica, artículos y debates culturales que explican la Reina Roja y el coste de los machos no solo informan: abren grietas en la idea de que existe un orden sexual único, eterno y legítimo. Nos recuerdan que incluso la biología está atravesada por contingencias e historias de adaptación.
Desde una perspectiva psicosocial, comprender que el sexo responde a un entorno hostil —y no a un destino metafísico— produce un desplazamiento sutil. Lo que creíamos un mandato absoluto se vuelve una estrategia entre otras posibles; lo que parecía estático se revela en movimiento. Esta mirada puede dialogar con discusiones contemporáneas sobre diversidad sexual, autonomía corporal y derechos reproductivos, al mostrar que la vida misma persiste mezclando, variando y probando caminos, no conservando formas rígidas.
En última instancia, hablar de la hipótesis de la Reina Roja en un medio cultural no es solo popularizar ciencia, sino intervenir en la conversación sobre cómo entendemos nuestros cuerpos y nuestras relaciones. El sexo, visto desde la evolución, es una carrera sin fin frente a la muerte y la enfermedad; visto desde la cultura, es un campo donde se cruzan deseo, control y discurso. Poner ambas dimensiones en diálogo permite discutir la sexualidad sin reducirla ni a biología pura ni a construcción social pura, sino como un territorio donde se negocian, a la vez, supervivencia y sentido.
Fuente: Julio Rodríguez, “Sexo, muerte y la Reina Roja”, La Bitácora del Beagle y difusión en X a través de la cuenta @bitacorabeagle (2024).

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